No son pocas las ocasiones en que las ideas se revelan ante nosotros de formas inesperadas. Hace poco estaba oyendo la canción de Charly García “La Máquina de Ser Feliz” y uno de sus estribillos resolvió una de mis recientes inquietudes. “Remotamente digital…Es inocencia artificial” canta el argentino en la tercera estrofa, describiendo al ficticio artefacto del que habla su composición. Al reparar por un momento sobre el significado de estas palabras, comprendí que la misma podría dar luces sobre un interrogante que, hace unos días, me planteaba una estudiante de la Universidad de Los Andes en una entrevista. ¿Cuál es el futuro del grafiti en Colombia? me preguntó. No pude responder con exactitud.
Sin duda, la conformación de ese porvenir incluye su relación -de ninguna forma pacífica e inofensiva- con la tecnología. En efecto, sería un error mayúsculo, que rayaría con la negligencia, pensar que los nuevos avances no serán trascendentales (incluyendo la suplantación de artistas y sus obras por la tenebrosa inteligencia artificial) a la hora de definir los días venideros. En esta oportunidad no me referiré a la influencia de los mundos digitales en el quehacer y parecer del artista, asunto que abordé en la columna pasada (https://www.las2orillas.co/elon-musk-y-el-grafiti/) más bien, aprovecharé este espacio para desarrollar un par de ideas relacionadas con la tecnología blockchain y el futuro de la práctica cultural del grafiti y el arte urbano.
El Beso de los Invisibles, 2021. Vertigo Graffiti // @wordbta @yuricauno
Considero que el punto de partida imprescindible, en cualquier tipo de proyecto o propósito que busque hacer coincidir a las nuevas tecnologías con la pintura callejera, debe reconocer como un elemento fundamental la necesidad de que las nuevas experiencias artísticas existan (y continúen existiendo) más allá de la virtualidad o los mundos digitales. En otras palabras, las paredes físicas y tangibles deben seguir siendo intervenidas a lo largo y ancho del mundo. Inobservar esta exigencia iría en contravía de la naturaleza esencial de la cultura que depende , sin excepción, del constante ejercicio de habitar, comprender y transformar el espacio público.
En esa medida, lo más apropiado sería utilizar la tecnología en función de mejorar, liberar y hacer más justa la práctica del grafiti y no solo “desmaterializarlo” al convertirlo en una foto o una publicación. Por lo tanto, un modelo hibrido que incluya el contexto y las herramientas digitales, y que contemple un resultado análogo y físico, sería la mejor opción. Por ejemplo, estas estrategias de hibridación deben diseñar soluciones para los ineficientes sistemas (y malas costumbres) de compensación del trabajo artístico en la calle y la grave y paulatina pérdida de soberanía y autonomía del artista. En la mayoría de los casos, los artistas se ven obligados a trabajar con marcas publicitarias o cumplir encomiendas de las oficinas públicas para seguir ejerciendo la pintura y vivir -de alguna forma- de su oficio. En efecto, las mencionadas tecnologías (algunas ya inventadas y otras por inventarse) deben intentar zanjar dificultades con las que la práctica del grafiti y el arte urbano han tenido que convivir y aceptar sin mayor opción de reparo.
Por lo pronto la tecnología del blockchain (tan confusa a primera vista como útil cuando se observó con detenimiento) abre una oportunidad inédita con su función de autenticación de activos digitales. Dicho atributo puede ser fundamental para resolver los asuntos y problemáticas mencionadas: con la consigna básica de crear herramientas para liberar de las amarras y carencias económica al artista que pinta la calle. Sin embargo, no se trata tan solo de promover la autenticación de obras digitales por parte de los artistas (como ya sucede con los NFT) sino más bien crear y diseñar todo un ecosistema económico (mercado especializado) que a partir del intercambio de obras auténticas pueda ofrecer recursos constantes y considerables para que las calles del mundo sigan siendo intervenidas: un modelo hibrido de activos digitales con destinación especifica que proporcionaría la posibilidad de independizar al artista de cualquier intermediario específico o agenda vicaria.
Es probable que cuando Charly García decidió que su máquina para ser feliz debía ser remotamente digital y dotada de inocencia artificial, sin querer, se refería a las dificultades y peligros que conlleva una rendición en términos absolutos ante las tecnologías y la desaparición del factor humano como consecuencia de las mismas. Un riesgo que también incluye al mundo del arte. Irónicamente, si los artistas se dedican solamente a alimentar algoritmos serán, tarde o temprano, devorados por ellos. En cualquier caso, no sobraría recordarles a las máquinas, y a nosotros mismos, que cuando se pinta la calle el ser humano debe estar a cargo. Anochecerá y veremos.
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