Anoche vi una película estremecedora y con un mérito innegable como obra cinematográfica. La virgen roja de la directora española Paula Ortiz, cuenta la historia de una madre descorazonada y violenta empecinada hasta la locura en que su hija cambie al mundo. Por esta razón la somete a lo que hoy podría llamarse una programación para ser la mejor. Lecciones de pensamiento marxista y filosofía nietzscheana, sesiones de actividad física y el aprendizaje de varios idiomas, entre otras torturas al alma infantil. Gracias a su esfuerzo maniaco logra su cometido y su capricho, pero solo hasta que un elemento cabalmente humano se cruza en su gesta indolente: el amor humano. La máquina en la que quiso convertir a su hija nunca llegó a ser. Incluso a pesar de que la adolescente llegó a escribir docenas de ensayos y escritos celebrados en su época, la España prefranquista. La humanidad triunfó para evitar aquel miserable “prompting” de su madre. La película y su final —que no dañaré y que está basada en una historia real— me dejaron pensando sobre la imposibilidad práctica de programar humanos para que cumplan determinada meta de forma maquinal; lo cual solo sería posible hasta cierto punto. Mucho menos cuando esa programación buscara crear seres productivos en exclusiva, lo cual por fortuna es menos que improbable. Un humano —a pesar de lo que dictan ciertas tendencias deformes del capitalismo— no puede ser definido como un factor de producción a secas. Somos mucho más que el resultado de nuestros oficios y trabajos. Tal conclusión, entre otras y por algún azar romántico, conllevaría a que los artistas y sus empleos (a excepción de aquellos que los reducen a simples autómatas) pueden sentirse a salvo ante los anuncios de la grave crisis laboral que supone el perfeccionamiento y extensión de la inteligencia artificial.
Quizás todo el alboroto sobre los riesgos para el arte y los artistas se haya dado por una confusión inicial: igualar el resultado tangible (la obra) con el proceso artístico (la creación) . En otras palabras, si se concibe al artista como un factor de producción de un determinado número de obras en un determinado tiempo (automatismo), es fácil caer en la trampa del supuesto reemplazo que se avecina por la inteligencia artificial. Sin embargo, si se analiza de forma atenta el proceso artístico —lleno de fracasos, extravíos y heridas, es decir de humanidad— se verá que la creación no podría reducirse jamás a la obra creada. Es mucho más complejo que eso. Es un error pensar que el arte para ser arte está sometido a la dictadura marcial del resultado, o mucho menos que se ampare de forma exclusiva en la lógica de la producción. Luego de pasar quince años trabajando con más de un centenar de artistas de diferentes disciplinas, que incluyen desde el grafiti hasta la danza contemporánea, he sido testigo de miles de procesos artísticos-humanos inseparables que apenas llegaron a encarnar algún tipo de borrador o bosquejo, pero que fueron imprescindibles para alguna revelación o forma venidera. Como si un viento delgado y escaso, pasado el tiempo, soplara ideas en el oido del creador. En el arte los procesos son visibles y los resultados algunas veces —muchas diría yo— llegan a ser invisibles. Mientras que en la inteligencia artificial los procesos son invisibles pero los resultados son siempre visibles. En todo eso hay una diferencia crucial entre ambos mundos y una ventaja inapelable de los artistas y el arte. Solo queda cuidar muy bien y vigilar con atención a los procesos.
A manera de replica, algunos podrían traer ejemplos de artistas y obras que se crean de forma mecánica o usando instrumentos mecánicos muy propios de la lógica productiva —se me ocurre de inmediato Warhol y su celebre “Fábrica”— y que aún así fueron artistas y obras de suma importancia. Desde luego lo son, sin embargo, basta darle una mirada a los ejercicios del artista norteamericano mencionado para saber que las reproducciones —que lejos estuvieron de ser invento suyo— no eran la base fundamental de su universo de creación. ¿Cuanto de Warhol se habrá quedado en el tintero? Me arriesgaría a decir que mucho. De hecho la universidad de Pittsburgh guarda un archivo inmenso con toda la documentación, objetos, grabaciones y películas que sin duda rodearon el nacimiento de sus obras conocidas por todos. Lo cual demuestra que mucho de lo que el artista hizo quedó sin resultado productivo aparente. Fragmentos diminutos de obras en el aire como partículas que pudieron o no convertirse en una idea materializable. Por esto, Warhol es la confirmación de que todo artista lo constituye tanto lo visible como lo invisible de su trabajo. El perfecto escudo y salvavidas para hacer frente a los convencidos de que hacer arte es lo mismo que aprender a comandar a una máquina. O a alguna mamá sádica que se cruce por ahí.
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